viernes, 14 de octubre de 2011

LA REGIÓN DEL OLVIDO

He visto el corazón del tiempo. He visto las galaxias oscuras que existen dentro de un segundo. He visto las constelaciones lejanas que tienen los momentos que mueren, las estrellas que se calcinan en la bruma cuando una legión de neuronas comienzan a buscarse en los más ocultos rincones del cerebro. He visto un mar que apenas se mueve, que parece congelado en la sombra, pero que no cesa de llevarse y traerse las palabras que pretenden definir lo indefinible. He visto instantes que nunca volverán, minutos quietos en la fotografía de ese mar helado que está, quizá, en las habitaciones que el tiempo cierra con un candado de diamante en la memoria.

He visto a madre mirar una fotografía. Es antigua, muy antigua, y sé que le despierta un día imposible de olvidar, porque una congoja lucha por apoderarse de su rostro. He visto una venda hecha con hilos de tiempo rodeándola. He visto sus dedos recorrer el papel amarillo, rozarlo con la dulzura de una caricia que tiene miedo a perder lo que roza, miedo a que no sea posible devolver la vida a aquello que se ama sólo con amarlo. Como dice Cicerón, la vida de los muertos está en la memoria de los vivos.

Hoy he visto el vacío llenándose de sueños, padre. He visto la esperanza que unas manos viejas entregan a lo inmóvil, como si con su propio tacto, mojado con el alba de una lágrima, todo pudiera volver a moverse, revivir sin más, encontrar una segunda oportunidad que abre la puerta a un momento hermoso que regresa, y entonces es posible volver a verte padre, a imaginarte mientras madre mira la fotografía y yo la observo, sólo la observo... De repente se abre la puerta y apareces con la sonrisa de siempre, con la voz de siempre, andaluza, cálida, la de un heraldo que sólo sabe traer noticias maravillosas. Ésa es la voz que le dice a madre que se asome al balcón. Asómate al balcón Ana, verás que es posible que los sueños puedan volverse, en un instante inesperado, columnas de la realidad y porciones de una eternidad deseada. Los sueños Ana, le dices, son generales de la luz derrotando a los ejércitos oscuros de lo imposible, cortan sogas que maniatan la esperanza, son dedos del aire abalanzándose sobre la sonrisa de cinco cuerpos asomados a un balcón, mirando un automóvil verde, un Gordini que está aparcado al lado de un parterre, debajo de una hornacina que tiene una virgen llena de mugre y belleza.

Madre, él está dirigiendo su mano a ese automóvil. Parece un mago realizando sus sortilegios. Y ese coche es suyo, es nuestro al fin. Por eso he visto a Alvaro soñar. Tiene cinco años y un tiempo sin pasado. No sabe todavía herir ni herirse. Ríe como quien desconoce que existe la muerte. La única percepción de su vida está ahora en nuestros ojos felices en el balcón, mirando un Gordini recién lavado que está debajo de una hornacina con la virgen.

Y veo a Alonso, a sus diez años, imaginando que los volantes de los automóviles son de aire, que es posible agarrarlos con fuerza, moverlos, irse hacia todos los lugares que descubre el pensamiento. Alonso me lo dijo un día. Estaba sentado en una silla con el espaldar en el pecho mientras movía los brazos para dirigir su automóvil invisible: Es posible llegar a todas las batallas leídas en los tebeos, es posible conocer a todos los héroes y a todos los malvados, encontrar a todas las princesas perdidas que un terrible mago guarda en una cueva que hay en un bosque misterioso, lleno de diablos y fieras.

Padre, madre está ahora en dos lugares: mirando la fotografía y a tu lado, con Alvaro en los brazos, con sus dedos haciendo círculos suaves por mi frente, acogiendo la sien de Alonso en ese delantal azul que le resaltaba la ternura, y mirándote un instante a ti y otro al automóvil. Ese es, un Gordini verde de segunda mano. Lo has comprado sin avisarnos, con un dinero que no existe, con una esperanza que nunca supo morirse en tu cabeza y con el atrevimiento de quien, a pesar de los años y de la vida, nunca perdió la sonrisa de un niño. Tiene rayajos llenos de oxido en el capó. En los cristales hay surcos finos que retienen el polvo muerto. La luz del sol enciende sus motas de óxido. En una puerta hay un bollo de su primera o tercera vida, cualquiera sabe. Pero es lo más bello que hemos visto hasta entonces padre, lo más deseado. Por eso soñábamos, Alvaro, Alonso y madre con el logro de sus anhelos, y yo con estar dentro de esas películas del cine negro americano que veíamos en casa de Tibur. Sus padres eran tan generosos. Se sentían culpables por tener el único televisor del barrio y nos invitaban a ver filmes y programas infantiles. Y las curvaturas ostentosas del Gordini me recordaban a aquellos automóviles que salían en las películas del cine negro. Siempre viajaban en ellos policías o ladrones. Y yo era un detective privado que aparcaba su gran Gordini en el jardín de una mansión. Intentaba resolver un terrible asesinato.

Aquel día conseguiste que amáramos la vida padre. La mañana soleada, fértil y rumorosa, ya no nacía en el viento. Se desprendía del corazón, viajaba hasta los ojos. Y madre sigue mirando la fotografía. Estamos los cinco y el Gordini. Abrazados vosotros dos y nosotros sentados en el capó. A madre se le escapa una lágrima que quiere alejarse de la carne. Cinco cuerpos quietos en el papel gastado. Toneladas de tiempo apresado en la resina de una luz antigua. Y ahora, cuando las ramas florecidas de mi memoria vuelven a recibir el sol de mi deseo, sé que existen habitaciones perdidas en mi mente, que hay un mapa lleno de indicaciones que no cesa de quemarse y regenerarse en la región del olvido, ese lugar que está en donde existen todavía dedos que abren el libro de la memoria, ojos que miran las batallas del ayer, cuerpos que se mueven hacia esa región para encontrar los ejércitos que siguen esperando su vuelta, para volver a luchar en otro lugar del tiempo.

He visto a madre acariciar esa ausencia, y mientras la miraba, como el que mira un enigma desvelado, he percibido que estaba descubriendo algo más que la memoria. Un vida real, la vida de quien se fue después de un latido de sombra y se quedó para siempre con nosotros. He visto el día que te fuiste padre. Aquella noche de hospital, mercromina y sombra. Fue el primer día de tu nueva vida en nuestra memoria. Con Alvaro, hoy arquitecto. Con Alonso, hoy sacerdote. Conmigo, periodista poeta, como vaticinaste, y con madre, que está en aquel rincón, al lado del aparador, con la fotografía del Gordini en sus manos sin saber que yo estoy detrás de un umbral mirándola, bebiéndome sus lágrimas, mis lágrimas, porque siento padre que aquel día está contigo en la región del olvido, esa que está más allá de la vida, donde los recuerdos muertos hablan, donde las sombras de las viejas luces siguen sucediendo aunque ya no existan las palabras.

Hoy he escrito a Alonso y a Alvaro. Les he dicho que me he acordado de ti al ver a madre mirar la fotografía. Que he resucitado ese gran día de nuestra vida, cuando compraste el Gordini de segunda mano, viejo, muy viejo, por sorpresa, cuánto habíamos soñado todos con tener uno, cuánto habías soñado tú con verte un día cruzando los precipicios de Despeñaperros, hacia el sur, todos juntos hacia tu memoria, todos hacia tu región del olvido. Y he querido que aquel viaje también reviviera. Los primeros vientos de Andalucía despertaron una luz desconocida en tus ojos. El espeso bosque de hayas, chopos y fresnos que había alrededor del río, que avanzaba serpenteando por los pies del desfiladero, era tan bello. Madre no podía contenerse las lágrimas. Tenía un nudo en la garganta. Se le salía una mirada antigua por la retina. Al fin regresabais a las tierras de Cádiz, al sol que envolvió vuestra infancia y al mar que mojó vuestro corazón con algo más que su agua.
Madre era poeta y sé que ahora, mientras mira la foto, no sabe encontrar palabras para sentir aquel día. Sólo desea mirar, llorar, desplegar el mapa de su región del olvido sobre la mesa de su memoria, hacer que aquel día renazca en el mismo instante de la fotografía, que la virgen llena de musgo de la hornacina se quite la tierra de sus ojos.

Ábreme padre la puerta de tu vacío. Venced todos a la muerte de los recuerdos. Diseñad el tiempo en la región del olvido. Imaginad que otra vez volvemos a Cádiz y el mar se abre a nuestro paso mientras el viento, lleno de yodo, salitre, carbono y un vaho de flores heridas, deja una palabra hermosa en los cristales. Vamos por el Campo del Sur y se ve la playa de la Caleta y el castillo de San Sebastián. El malecón oscuro aguanta las aguas del océano. Miro la fotografía y no sé si es un sueño tu muerte o es un sueño mi vida. Sólo sé, y no sé por qué, que uno de los dos despertará y verá que el otro le esperaba detrás del paisaje. El mar seguirá estando ahí y se reflejará en nuestros ojos, aunque ya no tenga el movimiento de sus olas.

(Manuel Juliá, gracias por tus recuerdos)